Farandula
Así eran las orgías en la mansión #Playboy #HughHefner
El día de la muerte de Hugh Hefner, esta crónica de John Carlin sobre una noche en la Mansión Playboy, publicada en 2004 en ‘El País Semanal’, rememora la época dorada de las fiestas más eróticas del planeta. Esta, en concreto, celebraba el medio siglo de vida de la legendaria revista. Bienvenidos al gran parque temático del desenfreno.
Se ofrecía como fiesta, pero ya antes de atravesar las verjas de la legendaria mansión Playboy de Hugh Hefner tuve la sensación de que algo no cuadraba. Empezando por la escena en el vestíbulo del Beverly Hills Hilton, en el que los “invitados internacionales” nos habíamos reunido para disponernos a asistir a la más reciente de las celebraciones del 50º aniversario de Playboy.
Debíamos de ser unas 100 personas, todos hombres menos una rubia vestida de rojo y un par de jóvenes asiáticas de pechos caricaturescamente inflados. La sensación de que “fiesta” no era exactamente la palabra adecuada, que el acto en el que íbamos a participar se podría definir con más exactitud como una visita turística, o quizá una convención de viejos verdes, empezó a confirmarse cuando el autobús que nos recogió en el hotel se detuvo en la oscuridad, a unos 100 metros de la casa de Hef, y el conductor apagó el motor. Había recibido órdenes de detenerse, nos explicó el conductor. Es que teníamos que llegar a las ocho, y todavía faltaban cinco minutos. Un individuo, deseoso de disimular la humillación colectiva que estábamos sufriendo, pero impaciente también por comenzar la juerga, sugirió a voces que la única mujer del autobús -la rubia de rojo- se colocara delante y nos ofreciera un espectáculo. En ese instante, media docena de ocupantes empezaron a entonar el “tachiro tachiro” típico de los números de strip-tease.
Por fortuna, nuestro chófer volvió a arrancar, penetramos las verjas negras de la mansión y subimos por una avenida bordeada de estatuas grecorromanas, frescos de antiguas escenas bacanales y señales amarillas de tráfico con letreros que decían: “Deténgase por los animales” y “Playmates jugando”. El jardín era denso como una jungla; el edificio, de viejo estilo inglés. Como el internado -con su gruesa piedra gris, sus murallas, sus torretas y sus vidrieras con imágenes de águilas- de Harry Potter.
Preparados para nuestra noche de magia para adultos, saltamos del autobús y entramos al lugar de la fiesta, dos grandes carpas de plástico transparente que cubrían un espacio del tamaño de cinco pistas de tenis. Esperándonos había un harén de chicas escasamente vestidas, todas sonriendo como azafatas a la entrada de un avión, de las que sólo una parecía alejarse notablemente del ideal californiano sobre la perfección del cuerpo femenino; evidentemente, alguien había decidido que los dos balones de fútbol -no, de baloncesto- de silicona que asomaban por el escote de su disfraz de conejita tenían el suficiente atractivo para compensar un cuerpo que superaba por varios kilos la ortodoxia estética reinante.
Todas las chicas -debía de haber alrededor de 30, con un promedio de edad de 21 años- llevaban tacones letalmente altos, pero había tres tipos de vestimenta: disfraces de “conejitas” en rosa, amarillo y verde, con orejas levantadas y pompones en el trasero; chaquetas cortísimas, negras y brillantes, con bufanda blanca y botas años sesenta, y pequeños biquinis negros. Había mesas y un pequeño escenario detrás del cual dos grandes pantallas proyectaban imágenes de otras mujeres ligeras de ropa que bailaban con energía en una fiesta anterior también celebrada en la mansión. La música con la que bailaban en la pantalla era la misma que oíamos en la fiesta -la misma con la que bailaban algunas de nuestras chicas-, por lo que uno tenía la sensación de estar en dos sitios y dos zonas horarias al mismo tiempo.
Todos se abalanzaron sobre el bar , consiguieron una bebida en vaso de plástico, se la bebieron de un trago y se lanzaron a la actividad que para la gran mayoría de los invitados iba a consumir gran parte de la velada: hacerse fotos con los brazos alrededor del mayor número posible de chicas. Las jóvenes, independientemente del disfraz que llevaran, se sometían a la ceremonia siempre y sin titubeos, apresurándose como buenas profesionales a adoptar la misma sonrisa congelada, una y otra vez.
Era la misma sonrisa que en Estados Unidos se ve en los rostros de las presentadoras de informativos de televisión, las dependientas, las camareras: de una uniformidad casi temible, robótica, deshumanizada y transparentemente insincera. Salvo que en este caso la escasa vestimenta de las chicas, la sexualidad natural y desenfadada que se suponía que emanaban, hacía que el efecto fuera aún más siniestro.
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